19/11/13

Noche de cinco grados bajo cero

Escondidos tras las maderas que en épocas más cálidas refugian a los guardavidas, abrigados de tobillo a orejas y turnando la pequeña antorcha de boca en boca; la observábamos hipnotizados por su infinita belleza y su reflejo vivo. Desplegaba una manta de plata líquida sobre las olas, tirando su inmenso abrazo en nuestra dirección.

Una vez hubimos bajado, ya cuando la arena halaba mis pies a tierra y el viento intentaba ayudarle, escuché el llamado. Dentro del sueño fui despacio hacia la luz, temiendo por el frío que punzante subiría por las pantorrillas y hasta el pecho (tan temido el frío a veces). Pero coloqué un pie firme tras el otro entre un cruce de olas, y seguí avanzando.
Por un momento fue un punto (cuando estaba calmo) y luego volvió a cubrirlo todo con su manto plateado. El viento, que antes parecía bajar un grado por minuto, soplaba refrescante sobre el rostro. Y las mil agujas que me habían amenazado a lo lejos, eran suaves caricias saladas.
Ese momento, esa energía (la que me impulsaba y la que me llenaba), esa magia, y la sensación indiscutible de escuchar mi nombre entre ráfaga y ola, fue el mejor regalo que pudo darme. Justo ella, tan pálida y hermosa como es, justo esa noche, justo así.

Seré una ilusa soñadora, una juventud dopada bajo delirios de grandeza, una desconección de la realidad a modo de escape; seré como me llamen, pero si no la amase en su lejana frialdad, yo no sería yo y no serían mis párpados los que caen.

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